jueves, 15 de mayo de 2008

La vida de RIP fue un constante regalo

Hasta de la muerte sabía burlarse. Más de una vez hizo bromas con las siglas de las iniciales de su nombre y sus apellidos: Ramón Iáñez Peña, RIP: Requiescant in pace. Yo creo que la muerte no estaba en su apuesta vital. Incluso tenía planes para retirarse a convivir en una residencia cuando le llegara la hora de su jubilación. Seguro que sus experiencias humanas en los internados en los que pasó buena parte de su infancia y de su juventud le marcaron para hacer de la vida en común una apuesta por una sabia comunidad republicana de intereses gnoseológicos.

Si no hubiera sido por él la vida de mi familia habría sido completamente diferente. Gracias a sus constantes regalos pudimos ser otra cosa bien distinta a lo que el destino, el origen y la trayectoria de clase tenían ya prefigurados para nosotros. Muy posiblemente alguno de nosotros estaría renqueando en las cuadrillas de jornaleros sin cualificación que contrata de manera caciquil el municipalismo de la Yunta de Andalucía. Pese a la demagógica modernización no se ha sabido salir de los males endémicos que ya diagnosticara el aragonés Joaquín Costa en su Caciquismo y oligarquía.

Entre los regalos que merecen un aparte que me hizo Ramón a lo largo de nuestra vida en común se podrían destacar muchísimos. Así a vuela pluma selecciono los que, de alguna manera, más me marcaron.

Recuerdo –y recuérdese que recordar procede del latín recordis y que quiere decir algo así como “volver a pasar por el corazón”– el especial regalo de mi cumpleaños cuando yo ya era estudiante de 6º de EGB en el Centro de Orientación de Universidades Laborales de Cheste en Valencia. Hacía poco tiempo, más o menos un año, que él disponía de un coche 127 de marca SEAT. Venía a vernos con bastante frecuencia. Y no hacía el viaje solo. En la Universidad Laboral de Tarragona solía recoger a nuestro hermano José Luís donde estudiaba una Maestría en Electrónica. En Cheste estábamos estudiando otros dos de sus hermanos. Juan había estudiado con él en la Universidad Laboral de Córdoba donde aprendió a saborear el gusto no sólo por aprender sino también por enseñar. De ahí que después de hacer Maestría Industrial terminó COU. Y no sabía si decidirse por la Ingeniería Industrial –como Ramón– o por Magisterio. Terminó por decantarse por esto último y en Cheste hicimos doblete familiar: él hacía 1º de Magisterio y yo la segunda etapa de la Enseñanza General Básica. En abril de 1977 estuvimos juntos. Y él me trajo un precioso ejemplar trilingüe de la inmortal obra del aviador Antoine Saint-Exupéry: El principito. Aquel librito estaba en una edición que recogía además de la lengua francesa de su original autor traducciones al catalán y al español.

Al poco tiempo por carta me preguntaría si me había leído el libro. Obviamente sólo lo había hecho en mi lengua maternal del feudal Estado de taifas español. La edición era preciosa: con las típicas ilustraciones de los dibujos de las acuarelas del íntegro Antoine de Saint-Exupéry. Pero a mi, ahora sí comprendo el porqué, me dio por decirle que libros tan infantiles no hacía falta que me regalase. Yo ya quería empezar a leer otras cosas. La verdad es que aquellos años primeros de la deconstrucción monárquica de la dictadura militar eran años llenos de energía politizante. Y yo creo que para mi aquellas vísperas del sueño de una república democrática fueron decisivas.

Conservo un cierto fetichismo por esa mercancía literaria. Cuando hace años estuve por Coimbra me compré un ejemplar en la lengua de Fernando Pessoa del librito O Principezinho de la editorial PresenÇa de Lisboa. Una cosa parecida hice en Atenas cuando adquirí una versión griega de esa misma obrita.

Pero no sería sólo eso. Recuerdo como algo más que decisivo en los años de mi primera formación los diálogos que solíamos mantener mientras trabajábamos en las tareas agrícolas que realizábamos en la vega de La Zubia antes de que los detritus pestilentes de la química industrial doméstica hicieran incomestibles muchos de los productos hortofrutícolas.

No teníamos una idea cerrada del saber. Devorábamos cualquier papel escrito que cayera en nuestras manos. En eso, al menos, teníamos un sabio precedente. Lo cuenta muy bien Cervantes de él mismo en su magistral novela sobre El Quijote. Los finales de los setenta de la pasada centuria para mi fueron decisivos. Recuerdo que lo que más me gustaba cuando volvíamos al pueblo de vacaciones era encontrar libros, revistas y periódicos en el equipaje de mis hermanos. La prensa del PSUC, del PCE o cercana a otros grupos de ideología comunista tenían en mi un seguro lector. Con el tiempo descubriría que era todo mentira, una farsa, un tinglao. Que se trataba sólo de cosmética publicitaria. Pero en aquellos años me catapultaron para que me convirtiera en una especie en vías de extinción: un incansable e inagotable ratón de biblioteca.

Mientras trabajábamos en el campo no parábamos de darle a la lengua. Mi hermano Ramón era una persona incansable. Yo no tenía aún una idea de lo mal que estaba la Universidad española. Si lo hubiera sabido me hubiera dedicado a ser polizón en la marina mercante. Y habría emulado la vida de un chileno como, por ejemplo, Luis Sepúlveda. En aquellos años respetábamos a los que se las daban de sabios o de maestros. Con el tiempo me daría cuenta del gran fraude que habita tras la carcoma del pestilente sistema educativo que nos han dejado por herencia ruinosa nuestros malogrados antepasados.

Recuerdo otros regalos como La carta de Atenas del arquitecto Le Corbusier. Sí, el urbanismo si hubiera seguido las sendas creativas de un genio como Oscar Niemeyer no nos asolaría la desolación caótica en la que nos estamos malmuriendo como mónadas agrupadas en un vacío existencial solipsista y enfermizo. No puedo comprender a los humildes inmigrantes cuando sueñan con emigrar a nuestro mediocre y corrupto país creyendo que podrán encontrar una vida laboral hermosa en un país moderno: ¡qué cruel ha de ser su encontronazo con la horrible realidad!

Dos años después de aquellos pequeños regalos Ramón nos invitó a pasar unas semanas en el apartamento en el que vivía en Salou. Era el tiempo en el que él trabajaba para ATISAE inspeccionando las obras del gaseoducto del Ebro. En aquel verano paseando por Tarragona nos dimos una vuelta por la Feria del Libro. Recuerdo que me regaló varios libros: una bellísima edición de El Quijote de Cervantes. Estaba ilustrada por el artista francés Gustave Dorè; y un libro prohibido en los Bastardos Hundidos de Norteabélica. Éste último estaba escrito por el lingüista y activista político Noam Chomsky y se titulaba Baños de sangre. Iba sobre la carnicería imperialista yanqui en Vietnam. ¡Cómo no iba a comentar con él después esos enormes regalos!

Tenía una idea de la formación muy al modo del poeta político cubano José Martí. Sabía unir lo práctico con lo teórico. Desde muy pronto nos ofreció la posibilidad de compatibilizar nuestras vacaciones con el trabajo industrial mejorando nuestra formación científica y técnica. Como regalos siempre tomé la presentación de sus amistades en Linares, Andújar, Alcaudete, Salobreña o Motril. Entrar con él en las fábricas era como pasar por una especie de arco del triunfo donde su amable sonrisa y sabia ironía las usaba para sembrar de amigos su dichosa existencia.

No dejaría de hacerme regalos en toda su vida. Pero el mejor de todos –sin duda– fue su generosa existencia.


Miguel Ángel Iáñez Peña

En las sendas pérdidas de las Vegas de Granada

martes, 13 de mayo de 2008

...Y el Padre Naranjo dejó una estela tras su paso por el 'caosmos' urbano de La Zubia

Anunció la venida del Espíritu Santo y lo hizo con alguna que otra anécdota irónica. Pues no se trata ni de una avenida ni de una calle en el mapa urbano de cualquier ciudad asfaltada y contaminada de nuestro putrefacto presente. Lo hizo en una eucaristía dedicada al día de Pentecostés y oficiando una humilde y bella misa por el alma de su antiguo amigo Ramón Iáñez Peña. Al que deseó una pronta resurrección en los brazos de un Dios católico de Vida.

La llegada a La Zubia de Padre dominico Aurelio Naranjo fue muy bien recibida. Reconforta verle actuar. Derrocha tranquilidad. Se nota en sus maneras campechanas de asumir ciertas actitudes humanas. Sabe entender determinadas debilidades humanas. Las comprende gracias a una actitud contemplativa propia de las comunidades platónicas asumidas por los dominicos. Deberíamos aprender mucho de esas sabias tradiciones. Quizá no nos vendría mal rescatar mejor los valores epicúreos y lucrecianos de los jardines hedonistas de la antigua cultura helénica. Nos iría mucho mejor a todos si aprendiéramos a valorar más y mejor la ataraxía de la ética griega. Y dejáramos como inútiles e inservibles las bizantinas discusiones de la demagogia putocrática de nuestra suciedad asfáltica del malestar.

Aurelio Naranjo nos contó que llegó al internado de la Universidad Laboral de Córdoba después de haber estado algunos años en unas Misiones Apostólicas por las selvas peruanas del Alto Amazonas. Contó algunas anécdotas que rezumaban buenas maneras de narrador, se le notó un gran dominio en el arte oral de saber contar historias. Será inolvidable el día de que un niño indígena le abrió la mano y le mostró una especie de piñones. El Padre no entendió al principio lo que le mostraba. Él creyó que aquello que le ofrecía como una muestra de agradecimiento eran una especie de gomilonas amazónicas. Craso error. Él se tomó una docena con avidez. Uno sólo era suficiente como para purgar de parásitos el intestino de una vaca. Estuvo tres días de interminables vómitos y cagaleras. También nos contó la peculiar manera de preparar la yuca y de atender al mismo tiempo la higiene de los bebés indígenas. Su forma de narrar provocó la hilaridad hasta de los más pequeños de la familia Iáñez en La Zubia.

Lástima que se esté perdiendo el saber escuchar. Los que hemos pasado por la docencia nos percatamos muy bien cómo las aulas escolares se han transmutado en espacios que se podrían calificar de “expenduderías de titulitis”. Hay una necesidad de títulos para que ciertas personas accedan al mercado de trabajo. Y se han arrinconado las irónicas atribuciones que poseía la Academia –así con mayúsculas: desde sus orígenes platónicos– y que con tanto placer e inquina degustaban los sofistas helénicos. La Academia no era un sitio que pudiera ser cómodo ni para los necios ni para los bribones. Ya Platón lo dejó claro desde las palabras que colocó en el frontispicio del maravilloso huerto de Akademos: “Nadie entre aquí que no sepa mantener relaciones”. Hubo otras traducciones –sépase aquello de que “traduttore, tradittore”; y es que traducir siempre conlleva traiciones– que lo de las relaciones lo vertían al sabio proceder de la geometría. Pero nos llevaría muy lejos explicar brevemente lo que la mitología griega entendía por Gaia. Un filólogo tan entusiasmado por los rituales dionisíacos como Nietzsche nos regaló una excelente e impía filosofía bajo el título de La gaia ciencia o El saber alegre. Conocía los temas que en sus obras debatía. O sea: que sabía de lo que hablaba el filólogo de Pforta cuando escribía sobre la filosofía erótica griega.

El Padre Naranjo quiso transmitir alegría. Y cuando vio las ropas negras que vestían los familiares de Ramón con sabia prudencia les aconsejó que no se amortajaran en vida. Y que mezclaran en sus vestimentas colores que transmitieran alegría pues un ser como Ramón no había muerto.

Eso es cierto. Ramón realmente no ha muerto. Quizás sea ahora cuando más presente esté en nuestras vidas. En nuestra sociedad se está reduciendo mucho el verdadero sentido de la eutanasia. Hasta en las Facultades de Filosofía se olvida que los héroes han sido los auténticos modelos de eutánatas. Se han enfrentado a la muerte con valor, con dignidad, sin miedos y contra toda muestra de arrepentimiento. Un ser que se enfrenta a la vida en plenitud de sus fuerzas, que no deja de presentarse a la batalla diaria, que no se esconde ante los problemas es un ser que lucha contra la presencia permanente de la muerte. Un hijo del exilio de las autoritarias dictaduras hispánico católicas dijo hace ya unos siglos que un hombre libre en la muerte es en lo que menos piensa. Y así fue la vida de Ramón: la de un ser alegre que no dejaba energías sin usarlas a diario. Amaba tanto la vida que murió de sobredosis vital. Usaba tanto el corazón que no es nada extraño que se le acabara de romper. No tenía miedo a nada.

Sería interesante discutir, debatir, dialogar sobre esas cosas. Pero en nuestra pésima y analfabeta realidad social el diálogo académico es algo peor que imposible. Se dispara a quemarropa y después si viene al caso es cuando se pregunta. Cuando ya no hay más que muerte y el lenguaje de la tanatocracia nos amarga el paladar con su pestilente hedor a cenizas y azufre. La lucha de clases existe hasta unos extremos espeluznantes, aunque casi todo el mundo pretenda negar desde los postulados autoritarios de un pseudoliberalismo doctrinario de sotana y pandereta hasta la existencia de las clases sociales. Pero no es posible, pues dan cuenta diaria de una atroz desigualdad social en niveles no sólo económicos sino radicalmente estructurales como son los del lenguaje y la propia pragmática de la racionalidad. En cuanto se intenta dialogar a sabiendas de lo que arrastra la semántica ideológica de las palabras el psicologismo más bastardo y rastrero se instala con plena posesión de sus absurdos atributos. No hay un saber respetuoso que nos ayude a comprender a los Otros. Quizá si lo hiciéramos –si, al menos, lo intentáramos– nuestro NOS-otros saldría muy beneficiado con el intercambio.



Miguel Ángel Iáñez Peña

Por las rutas perdidas de la Vega de Granada

12 de mayo de 2008

viernes, 9 de mayo de 2008

El Yequi

-¿De donde polla’s eres?
Levanté ligeramente la cabeza que reposaba en la almohada y contesté:
-Soy extremeño, de Villanueva de la Serena – le dije levantando un poquito la voz.- ¿Y tú ? – quise saber también.
-De la Zubia. Un pueblo al lado de Graná. -Me dijo también con orgullo que se traslucía en la voz de un acento inconfundible.

La penumbra de la habitación servía de guardiana de nuestros pudores, de nuestra incertidumbre y, sobre todo, de nuestra añoranza. Acababan de apagar la luz, y así, a oscuras, en la soledad de nuestras camas, empezamos a conocernos. Nos aproximamos con el corazón, de manera natural, con esa generosidad de espíritu de los diecisiete años. Enseguida supimos que aquello sería para siempre.
Habíamos llegado ese día a un ambiente extraño, frio, ajeno a las dulzuras de la familia.
Supimos que veníamos del mismo sitio: que nuestra cultura campesina nos igualaba, que nuestros sueños pasaban por la capacidad de nuestro esfuerzo y que la alegría de estar vivos superaba con creces cualquier obstáculo. Todo eso nos hermanaba.
Fué una charla corta, sincera y directa. En realidad, solo para confirmar lo que ya sabíamos: desde ese momento ya no estaríamos solos jamás. Nuestra intuición fue por delante. No hizo falta ni siquiera mirarnos.
Por la mañana la canción de Mari Trini: “ Hombre aprende a luchar….”. Se echó sobre los hombros la toalla, y entonces le vi con claridad. Tenía un pelo negro azabache, brillante y suave, en su rostro resaltaba unas cejas pobladas oscuras que enmarcaban unos ojos vivos, saltarines e inteligentes. Cuando se reía, aparecían unos dientes blanquísimos, separados, que le daban un aire de pícaro inconquistable. Su cuerpo estaba modelado por el esfuerzo y el trabajo del campo: ni un ápice de grasa.

Este era mi amigo: se llamaba Ramón pero después, para nosotros solamente, le pusimos el sobrenombre de “Yequil”. La etimología hace alusión a su carácter indómito, atrevido, juguetón y salvaje. Los largos pasillos de la Laboral son testigos de sus “fechorías”, sus permanentes bromas, sus impredecibles ocurrencias.
Por los montes que rodean a la Laboral, entre encinas, nos pusimos a prueba con carreras al límite, nos confesamos nuestros anhelos y esperanzas, lloramos nuestras tristezas y fuimos compinches en algunas jugarretas. Hablamos de nuestras familias, de nuestros amores soñados, de nuestros sueños.
Conocí a su gente y la hice mia. Así, sin más que saber que llevaban su sangre, sin conocer otra cosa que su amor por ellos y sentí muy dentro el orgullo inmaculado de su estirpe. Y después me miré en el espejo limpio de sus ojos y ví lo mismo en su corazón.
Vino el viaje a Alemania y las privaciones, también las alegrías. Y sentir juntos el chute de la libertad. Y descubrir de la mano la sensación de sentirse vivo, de experimentar unidos el poder del dinero, de amar a una mujer con desmesura. El discurrir de la vida: los hijos, el trabajo, la familia. Siempre cerca.
Todo eso lo hemos vivido, amigo mio.

Sabes que allá donde estés, siempre tienes contigo un trozo de mi corazón. Como lo has tenido siempre desde aquella noche en que nos conocimos, aunque estemos separados. Y cuando nos juntemos, mi alma se sentirá más completa y más plena. Y podré decirte como siempre: ¿Dónde polla´s has estado? Tus ojos brillarán con ese fulgor único y generoso que irradia tu alma de hombre cabal y aparecerá tu sonrisa pícara indestructible, mientras me envuelve el candor de tu corazón en un abrazo eterno.
Juan Ramos Mayo de 2008

jueves, 8 de mayo de 2008

De cómo el paso de las horas va poniendo los recuerdos en algún sitio de nuestro corazón

Parece increíble como pasa el tiempo. Ya hace una semana que el corazón de mi hermano Ramón dejó de latir. Hoy es jueves 8 de mayo. Pese al dolor el tiempo ha pasado a una velocidad imparable. Todos hemos estado más atareados de lo normal. Quizá por eso tengo una sensación extraña. Sólo cuando me he fijado en los calendarios me he podido percatar de que fue la semana pasada, un día como hoy, cuando la muerte visitó a mi familia de una manera tan brutal. A mi me parece que todo sucedió ayer.

Hoy he vuelto a ver el vídeo que hizo su hijo Javier. Pero ha habido una gran novedad en mi estado de ánimo. Las lágrimas no han brotado de manera imparable en mis ojos. ¿Por qué?, me pregunto. Creo adivinar la respuesta.

Porque mi hermano no era una persona ni triste ni fúnebre. Le encantaba la vida y a todas horas lo mostraba. No hacía de su vida un ejemplo de felicidad canalla como tan sabia como críticamente expone Gustavo Bueno en su poco leído libro El mito de la felicidad contra todos aquellas personas que hacen de su divertido modo de vida una uniforme y brutal copia del american way of death: modo yanqui de engorde del ganado para los mataderos de la vida rápida e insulsa. Mi hermano hizo de la generosidad una actitud ante la vida. Pero este valor no se entendería sin su constante esfuerzo y su manifiesta humildad. Sabía que nadie regala nada pero él ofrecía su humanidad sólo a cambio de una fecunda y constante amistad. Su trabajo le costó conseguir cualquier cosa en su laboriosa vida. No le fue nada fácil. Su vida no le vino dada por los hados del destino. Tuvo que luchar denodadamente contra los prejuicios que con tanta naturalidad abundan en nuestra pícara realidad social.

No tenía palabras altisonantes contra nadie. Su sonrisa, su cómico sentido del humor conseguía desarmar a aquellos que a diario le desafiaban. Una buena puesta en escena le ayudaba a conseguir sus propósitos. Tenía defectos como cualquier otro ser humano. Pero a veces sus debilidades las convertía en fortalezas porque las conocía de un modo muy especial. Quizá por eso algunas de sus prácticas más filantrópicas a mi me provocaban otros análisis de la realidad bastante más desconfiados para la naturaleza histórica de los seres humanos actuales. Quizá una gran parte de mi misantropía proceda de analizar los resultados que sus actos de buena fe o de su credulidad manifiesta y puesta en práctica sin tener en cuenta a la gente ni por distinciones como el sexo, la nacionalidad, la raza o la clase social. Creo que aprendía muchísimo de todo el mundo y no tuvo nunca concepciones cerradas ni dogmáticas en ninguna de las facetas en las que intervino a lo largo de su irrepetible vida. Quizá pueda parecer que ha sido corta, pero él la ha vivido de manera muy cauta, responsable e intensa. Igual mucha gente necesitaría miles de años de existencia para poder conseguir vivir experiencias tan maravillosas como las que él ha ido sembrando de manera tan sencilla y humilde.

Yo trabajé varios años con él en el mundo de las inspecciones industriales. Tuve que dejarlo. Abandoné, entre otras cosas, porque no podía seguirle en su, para mi, intensísimo ritmo de trabajo. Le daba igual levantarse tempranísimo para estar en las fábricas haciendo inspecciones que salir tardísimo de esas mismas instalaciones. Algunas jornadas eran agotadoras e interminables. Él nunca se quejaba. Parecía infatigable. Desde pequeño dio muestras imperturbables de una moral estoica o hasta de una disciplina para el trabajo que se podría calificar de espartana. Claro, por supuesto, que creo que las imprudencias, más tarde o más temprano, se terminan pagando. Pasan su cruel factura. Eso a él le daba lo mismo. No era persona que se amilanara pensando en imposibles o en caídas. Creo que una de sus peores virtudes era su concepto vital del trabajo o su concepción profesional de la vida. En él sería difícil saber qué pesaba más si el trabajo bien hecho o una Idea de Vida profesionalmente bien hecha y realizada. Creo que si en nuestro mediocre país de saltimbanquis hubiera unos cientos de miles de trabajadores –empresarios de la manera más subversiva desde el punto de vista de la Idea marxiana que tan sabiamente desarrollara en el exilio Juan David García Bacca en su librito sobre Humanismo teórico, práctico y positivo en Marx (ediciones del Fondo de Cultura Económica)– como Ramón el Reino borbónico de taifas de esta absurda España se podría transformar prudentemente en una sociedad republicana compuesta por una ciudadanía más justa y responsable. Creo que su memoria personal bien valdría realizar ese esfuerzo. Quizá todos –las féminas, por supuesto, están incluidas en esa generalidad– saldríamos ganando.

Quedarán como imborrables algunas de sus enseñanzas. Para mí, especialmente, la manera de exponerse públicamente a las críticas de los trabajadores en sus impagables cursos de operadores de calderas y de mercancías peligrosas. Al principio se le prejuzgaba más por las formas que por los contenidos. Pero gracias a su constante esfuerzo al final cualquiera se podía percatar de que lo que mejor que se podía hacer era valorar a las personas por sus verdaderos y auténticos actos. Los contenidos de sus actos se podría decir que eran algo así como los fértiles frutos de sus más grandes valores como ser humano trabajador, amable y responsable. Y él los exponía en cualquier momento, en cualquier situación, en cualquier sitio y a cualquier hora. Le daba igual todo eso porque lo importante era hacer de este mundo un lugar más habitable y confortable para todos y sin discriminar a nadie.


Miguel Ángel Iáñez Peña

En algún lugar de la asfaltada y contaminadísima Vega de Granada

8 de mayo de 2008

domingo, 4 de mayo de 2008

RAMÓN IÁÑEZ PEÑA. El trabajador más inagotable que se haya conocido nunca

Estoy destrozado. He prometido escribir algo sobre la imprevista muerte de mi hermano y no sé si podré hacerlo como a mi me gustaría pues los miles de recuerdos se me agolpan y las lágrimas me impiden ver bien lo que escribo. No puedo ni siquiera leer las letras del teclado.

El 30 de abril después de una de sus increíbles jornadas laborales se desmayó mi hermano el mayor, se le rompió el corazón ¡de tanto usarlo! Yo no he conocido a persona con tanta generosidad y humildad en mi vida. Y el día 1 de mayo un poco antes de las ocho de la mañana falleció. Nadie se lo esperaba. Ha sido un hachazo brutal. No podía ser otro día. Fue un 1 de mayo y no creo que nadie pueda disputarle el haber sido un excelente trabajador. Extraordinario. En su sepelio ese mismo día había cientos de personas y eso que era fecha festiva y de puente. Mucha gente que lo amaba ni se habrá enterado todavía. Sembró de manera inimaginable la mejor semilla que un ser humano pueda plantar: la de la amistad más entrañable y solidaria.

Yo no he conocido a persona tan extraordinaria como él. Yo siempre le he considerado mi gran padre. No fue sólo mi hermano. Ejerció realmente de padre de todos los que hemos sido sus hermanos. Tal vez, por eso, a sus hijos les haya tratado de otra manera, quizás como si hubieran sido realmente sus nietos. Desde muy pequeño no quiso ningún trato especial y todo lo suyo lo compartió de la manera más sencilla y espléndida.

Esta semana próxima será, seguramente, la más dura de mi vida. Estaré haciendo lo imposible para poder calmar el dolor infinito que se nos ha venido encima. No me podía imaginar algo tan brutal para mis padres. Los pobres están rotos. No creo que puedan soportar un golpe tan atroz durante mucho tiempo.

Las lágrimas no me dejan escribir más por ahora. Pero si puedo en próximos días junto con la profesora Lola Villuendas iré bosquejando unos apuntes imborrables para un Congreso de psicología de la liberación que tendrá lugar en México en el mes de noviembre. Un ser tan extraordinario como fue RAMÓN IÁÑEZ PEÑA merece un puesto de honor en los orígenes de la psicología evolutiva de la educación. ¿Cómo olvidar su faceta docente cuando organizaba cursos de formación para trabajadores y les enseñaba que no existía mercancía más peligrosa en el mundo que la adulteración de la psique por la máquina tanatocrática?

Miguel Ángel Iáñez

Granada a 3 de mayo de 2008

sábado, 3 de mayo de 2008

Ha muerto Ramón de la Encarnita del Castillo

Mi abuela materna: Encarnación, vivía en un lugar conocido como El castillo (una casa hermosísima) en lo que en aquella época eran las afueras de nuestro hermoso pueblo: La Zubia.

Mi abuelo tenía una yunta de bueyes y una borriquilla para llevar los aperos de labranza. Todo el barrio había probado las patatas fritas de Doña Encarnación, si una vecina tenía que ir a un mandado le decía: Encarnación, aquí te dejo mis niños… Y ella encantada. A Encarnación no les estorbaba nadie…

Tenía un aljibe y prefería quedarse ella sin agua que negarle el agua a algún vecino. Mi abuela Encarnación era cariñosa, bondadosa y guapa y mi abuelo José era igual pero más callaíco y quería mucho a mi madre porque ella lo quería mucho a él, le ayudaba en las tareas del campo y parecía aquella niña yuntera del poeta del pueblo que decía:“contar sus años no sabe/ y ya sabe que el sudor/ es una corona grave/de sal para el labrador”.

De aquí sale la hija de Encarnación y José: La Encarnita Del Castillo, maestra de taller en La Alpujarreña (fábrica de tapices de La Zubia) durante toda su juventud. Duro que ganaba, duro que entregaba a la familia. Encarnita Del Castillo, conocería el sufrimiento cuando su hermano Juan (yo me llamo Juan por mi tío Juan) se muriera a los 27 años. Y para más INRI en el mismo día que tenía prevista su boda moriría su buen padre.

Para su boda se había comprado, La Encarnita Del Castillo, un abrigo azul cielo: precioso… y tuvo que tintarlo de negro por la muerte de su padre.

A los 9 meses del aplazamiento de la boda nacería Ramón Iáñez Peña y nació con un defectillo: su mano izquierda sólo contaba con dos pequeños dedos. Mi abuela Encarnación y mi madre lloraron mucho y vislumbraron para su RAMONCITO un futuro diferente al de un niño yuntero que pareciera ser su destino por origen social humilde y campesino.

Encarnita Del Castillo llevaría a su hijo a los 4 años a Don Diego, un buen maestro y aún mejor hombre, que no lo matricularía en su escuela por su corta edad pero sí lo acogería y le dijo a mi madre: “si viene el Sr Inspector puede salir corriendo por el patio y que se quede con mi mujer como si fuera nuestro propio hijo…

A los 7 años RAMONCITO de la Encarnita Del Castillo se va con sus padres a un cortijo de Jaén: hace de tractorista, jornalero,… y realiza todos los trabajos del campo sin que nadie le moje la oreja, como se decía en la época. Pues todos se sorprendía que fuera siempre el primero en todo y nunca le pesara el esfuerzo.

Encarnita Del Castillo hablándolo con el señorico del cortijo deciden enviarlo como alumno interno en el Ave María de Granada, después pasaría por el Instituto Virgen de las Nieves (fue alumno muy laureado) y por último termina Ingeniería en la Universidad Laboral de Córdoba. Nunca dejó de aprender. No había día que no le llenara de asombro y de sorpresa por la maravilla de estar vivo y poder compartir todo con cualquiera.

En los períodos de vacaciones se fue de emigrante. Y trabajó en Alemania hasta en la factoría de automóviles Mercedes-Benz, en Basilea (trabajamos los dos en el restaurante del hotel “Eulen Venn”de cinco estrellas y él con su defectillo y todo, trabajaría de jefe de rango). El verano siguiente trabajaría en Ibiza, en Santa Eulalia, en el hotel Sargamasa de la cadena Meliá. Y duro que ganaba, duro que entregaba a la familia, pues los otros hermanos tenían que sacar carrera… ¡Y vaya que sí la sacaron! De sus laboriosos esfuerzos salió un ingeniero, un maestro de escuela, un abogado, una enfermera, una profesora de inglés licenciada además en Pedagogía y un aprendiz de filósofo.

Ha trabajado tanto que posiblemente por eso la vida, le ha sido tan corta. Pero, quizá, nadie podrá creer que en sus 54 años haya podido sembrar tanto bien sobre la faz de la Tierra. Su amable sonrisa permanecía imborrable hasta en el último momento de su inagotable energía vital.

Empezaría su vida laboral ya como Ingeniero Industrial en Barcelona en “ATISAE” y allí conocería a una mujer firme y encantadora, a Irene Margarita Chemisana Labrib otra “Laboral” de los pies a la cabeza (Universidad Laboral de Zaragoza), pero más callaíca y tienen dos soles de sobrinos: Pablo Ramón Iáñez Chemisana (un futuro y brillante aparejador) y Javi Iáñez Chemisana (un futuro y amable fisioterapeuta), ellos nacieron en La Zubia porque toda la ilusión de él era hacer familia y estar con la familia y por ello se montaría por vez primera la delegación de Andalucía Oriental de “ATISAE” en Granada.

Trabajó desde entonces como Inspector técnico, Perito fiscal y muchos camioneros recordarán de manera inolvidable su buen hacer pedagógico cuando impartía sus geniales cursos de mercancías peligrosas. Yo asistí a uno de esos cursos, que impartió en Melilla, y la verdad es que terminaba uno aprendiendo los contenidos de una forma magistral y divertida.

Mi madre, la Encarnita Del Castillo, de 86 años y ciega por un puñetero glaucoma, pero mujer de luz, se tiró anoche toda la noche recordando a su RAMONCITO y a altas horas de la noche trasteaba en los cajones de la mesita. Al rato le pregunté que qué buscaba y me dijo que un rosario blanco. Yo se lo busqué y no encontré ningún rosario blanco, pero sí..., sí había uno metido en una cajita blanca, se lo di y estuvo toda la noche pidiendo Luz eterna para su RAMONCITO y preguntando qué dónde está su hijo. Que Dios le dé gloria eterna a mi hermano: Ramón de la Encarnita Del Castillo ... Y mucha vida a mi madre: la Encarnita Del Castillo.

Foto del 3 de Noviembre de 2007 en los actos de celebarción del Cincuentenario de nuestra querida Universidad Laboral de Córdoba (pulsar en la foto para ampliar)

Asociación Universidad Laboral de Córdoba
Juan Iáñez Peña