jueves, 15 de mayo de 2008

La vida de RIP fue un constante regalo

Hasta de la muerte sabía burlarse. Más de una vez hizo bromas con las siglas de las iniciales de su nombre y sus apellidos: Ramón Iáñez Peña, RIP: Requiescant in pace. Yo creo que la muerte no estaba en su apuesta vital. Incluso tenía planes para retirarse a convivir en una residencia cuando le llegara la hora de su jubilación. Seguro que sus experiencias humanas en los internados en los que pasó buena parte de su infancia y de su juventud le marcaron para hacer de la vida en común una apuesta por una sabia comunidad republicana de intereses gnoseológicos.

Si no hubiera sido por él la vida de mi familia habría sido completamente diferente. Gracias a sus constantes regalos pudimos ser otra cosa bien distinta a lo que el destino, el origen y la trayectoria de clase tenían ya prefigurados para nosotros. Muy posiblemente alguno de nosotros estaría renqueando en las cuadrillas de jornaleros sin cualificación que contrata de manera caciquil el municipalismo de la Yunta de Andalucía. Pese a la demagógica modernización no se ha sabido salir de los males endémicos que ya diagnosticara el aragonés Joaquín Costa en su Caciquismo y oligarquía.

Entre los regalos que merecen un aparte que me hizo Ramón a lo largo de nuestra vida en común se podrían destacar muchísimos. Así a vuela pluma selecciono los que, de alguna manera, más me marcaron.

Recuerdo –y recuérdese que recordar procede del latín recordis y que quiere decir algo así como “volver a pasar por el corazón”– el especial regalo de mi cumpleaños cuando yo ya era estudiante de 6º de EGB en el Centro de Orientación de Universidades Laborales de Cheste en Valencia. Hacía poco tiempo, más o menos un año, que él disponía de un coche 127 de marca SEAT. Venía a vernos con bastante frecuencia. Y no hacía el viaje solo. En la Universidad Laboral de Tarragona solía recoger a nuestro hermano José Luís donde estudiaba una Maestría en Electrónica. En Cheste estábamos estudiando otros dos de sus hermanos. Juan había estudiado con él en la Universidad Laboral de Córdoba donde aprendió a saborear el gusto no sólo por aprender sino también por enseñar. De ahí que después de hacer Maestría Industrial terminó COU. Y no sabía si decidirse por la Ingeniería Industrial –como Ramón– o por Magisterio. Terminó por decantarse por esto último y en Cheste hicimos doblete familiar: él hacía 1º de Magisterio y yo la segunda etapa de la Enseñanza General Básica. En abril de 1977 estuvimos juntos. Y él me trajo un precioso ejemplar trilingüe de la inmortal obra del aviador Antoine Saint-Exupéry: El principito. Aquel librito estaba en una edición que recogía además de la lengua francesa de su original autor traducciones al catalán y al español.

Al poco tiempo por carta me preguntaría si me había leído el libro. Obviamente sólo lo había hecho en mi lengua maternal del feudal Estado de taifas español. La edición era preciosa: con las típicas ilustraciones de los dibujos de las acuarelas del íntegro Antoine de Saint-Exupéry. Pero a mi, ahora sí comprendo el porqué, me dio por decirle que libros tan infantiles no hacía falta que me regalase. Yo ya quería empezar a leer otras cosas. La verdad es que aquellos años primeros de la deconstrucción monárquica de la dictadura militar eran años llenos de energía politizante. Y yo creo que para mi aquellas vísperas del sueño de una república democrática fueron decisivas.

Conservo un cierto fetichismo por esa mercancía literaria. Cuando hace años estuve por Coimbra me compré un ejemplar en la lengua de Fernando Pessoa del librito O Principezinho de la editorial PresenÇa de Lisboa. Una cosa parecida hice en Atenas cuando adquirí una versión griega de esa misma obrita.

Pero no sería sólo eso. Recuerdo como algo más que decisivo en los años de mi primera formación los diálogos que solíamos mantener mientras trabajábamos en las tareas agrícolas que realizábamos en la vega de La Zubia antes de que los detritus pestilentes de la química industrial doméstica hicieran incomestibles muchos de los productos hortofrutícolas.

No teníamos una idea cerrada del saber. Devorábamos cualquier papel escrito que cayera en nuestras manos. En eso, al menos, teníamos un sabio precedente. Lo cuenta muy bien Cervantes de él mismo en su magistral novela sobre El Quijote. Los finales de los setenta de la pasada centuria para mi fueron decisivos. Recuerdo que lo que más me gustaba cuando volvíamos al pueblo de vacaciones era encontrar libros, revistas y periódicos en el equipaje de mis hermanos. La prensa del PSUC, del PCE o cercana a otros grupos de ideología comunista tenían en mi un seguro lector. Con el tiempo descubriría que era todo mentira, una farsa, un tinglao. Que se trataba sólo de cosmética publicitaria. Pero en aquellos años me catapultaron para que me convirtiera en una especie en vías de extinción: un incansable e inagotable ratón de biblioteca.

Mientras trabajábamos en el campo no parábamos de darle a la lengua. Mi hermano Ramón era una persona incansable. Yo no tenía aún una idea de lo mal que estaba la Universidad española. Si lo hubiera sabido me hubiera dedicado a ser polizón en la marina mercante. Y habría emulado la vida de un chileno como, por ejemplo, Luis Sepúlveda. En aquellos años respetábamos a los que se las daban de sabios o de maestros. Con el tiempo me daría cuenta del gran fraude que habita tras la carcoma del pestilente sistema educativo que nos han dejado por herencia ruinosa nuestros malogrados antepasados.

Recuerdo otros regalos como La carta de Atenas del arquitecto Le Corbusier. Sí, el urbanismo si hubiera seguido las sendas creativas de un genio como Oscar Niemeyer no nos asolaría la desolación caótica en la que nos estamos malmuriendo como mónadas agrupadas en un vacío existencial solipsista y enfermizo. No puedo comprender a los humildes inmigrantes cuando sueñan con emigrar a nuestro mediocre y corrupto país creyendo que podrán encontrar una vida laboral hermosa en un país moderno: ¡qué cruel ha de ser su encontronazo con la horrible realidad!

Dos años después de aquellos pequeños regalos Ramón nos invitó a pasar unas semanas en el apartamento en el que vivía en Salou. Era el tiempo en el que él trabajaba para ATISAE inspeccionando las obras del gaseoducto del Ebro. En aquel verano paseando por Tarragona nos dimos una vuelta por la Feria del Libro. Recuerdo que me regaló varios libros: una bellísima edición de El Quijote de Cervantes. Estaba ilustrada por el artista francés Gustave Dorè; y un libro prohibido en los Bastardos Hundidos de Norteabélica. Éste último estaba escrito por el lingüista y activista político Noam Chomsky y se titulaba Baños de sangre. Iba sobre la carnicería imperialista yanqui en Vietnam. ¡Cómo no iba a comentar con él después esos enormes regalos!

Tenía una idea de la formación muy al modo del poeta político cubano José Martí. Sabía unir lo práctico con lo teórico. Desde muy pronto nos ofreció la posibilidad de compatibilizar nuestras vacaciones con el trabajo industrial mejorando nuestra formación científica y técnica. Como regalos siempre tomé la presentación de sus amistades en Linares, Andújar, Alcaudete, Salobreña o Motril. Entrar con él en las fábricas era como pasar por una especie de arco del triunfo donde su amable sonrisa y sabia ironía las usaba para sembrar de amigos su dichosa existencia.

No dejaría de hacerme regalos en toda su vida. Pero el mejor de todos –sin duda– fue su generosa existencia.


Miguel Ángel Iáñez Peña

En las sendas pérdidas de las Vegas de Granada